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Los hijos de la culebra

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JLFlores's avatar
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I
Quiero que quede claro, soy un hombre poderoso, y si sé que de alguna manera mi nombre se filtra en esta investigación, pues la va a sufrir. Sus credenciales no me dicen nada, ni sus apellidos. Nada me detendrá para borrarlo, no hombre, no se asuste, no soy el monstruo que usted imagina. Sólo soy un viejo que sabe lo que son capaces de hacer los hombres, usted está buscando un cuento, yo se lo doy, así, rápido… necesito contarlo, pero sin nombres. ¿Estamos de acuerdo?
Esperamos por más de una hora, y no pareció haber señal del tren que traía al nuevo profesor. Cuando por fin apareció, la lluvia había comenzado a caer como una cortina blanquecina que servía de fondo para una escena, que de otra manera resultaría soberbiamente mundana. La máquina se detuvo, y los humanos que llenaban el estómago de la bestia comenzaron a salir. Él último en surgir fue un hombrecito de unos cuarenta años, rostro redondo, piernas cortas, y un bigote aún en formación.

Se presentó a sí mismo como Simón Olivares, profesor normalista. Dibujó una enorme sonrisa, que mi hermana devolvió tal y como corresponde en una niña educada. Mi padre, alto y parco, tendió una mano, el hombre la estrechó. Eso fue todo.

Nuestro buen profesor traía poco equipaje, de manera que yo llevé sus maletas sin necesidad de necesitar ayuda. La puse en el camión, y con algo de esfuerzo lo hicimos andar.  Era una buena máquina, y un poco de lluvia no lo iba a detener. Nos metimos por el camino que bordea el río. Mi padre sabía que sólo las carretas podrían pasar por el camino viejo, al menos en un día como este.
-¿Cuántos niños tenemos en la escuela?
-Doce. – Dijo mi padre, impidiendo que yo interviniera.  
-¿Son todos hijos de sus empleados?
-Todos.

El profesor me miró, sabiendo que podía encontrar un cómplice en mí:
-¿Qué hay de los niños de los pirquineros?
-Ellos no tienen hijos, y por favor, profesor, dejemos las cosas claras: usted ha sido traído para trabajar con nuestros niños, los que hagan esas bestias con sus cachorros, no debe importarle a usted, ni a nadie.

El profesor se veía como un tipo lo suficientemente inteligente como para saber que había tocado un punto sensible.

Llegamos a la casa haciendo un buen tiempo a pesar de la lluvia. Aún así, el profesor se veía cansado. Lo pusimos a dormir en una de nuestras mejores piezas, casi sentí pena por el hombre. Había estudiado toda su vida para creer que todos los niños podían ser alguien en la vida, pero él nunca había venido a estas latitudes, que se rigen por reglas bien distintas. Yo haría todo lo posible por hacer su tortura, lo más suave posible, al menos eso me dije y realmente me lo creí.

II

Por la mañana el profesor, y Candia, que era el capataz de mi papá, fueron a ver la escuela. No era mucho más que cuatro paredes, un techo,  dos piezas pequeñas, y una más grande. Estaba descolorida, pero se mantenía en pie.

Mi hermana y yo los seguimos, esperamos que el buen profesor se quedara sólo y comenzamos nuestro primer acercamiento sin adultos:  
-¿Le gusta su escuela? – Pregunté torpemente.
-Sí, es muy acogedora – dijo haciendo otra de sus sonrisas.

No mentía, estaba relativamente feliz, aunque nosotros no podíamos entender por qué. El hombre miró al techo, no quiso preguntar por el antiguo docente, tampoco mostró curiosidad sobre los alumnos, sus edades, o como convalidarían sus estudios en el pueblo.
-¿Fumas? – Me preguntó.

Moví mi cabeza con velocidad para decir que sí, y me dio un cigarro, mi hermana mantuvo la distancia. Me sorprendí por la actitud del maestro, pero después entendí que esa confianza que había visto en mí, era real.
-¿Qué pasa entre tu papá y los pirquineros?

Mi hermana llevó su dedo índice a la boca y soltó un levísimo shh.
-No hablamos de ellos – dijo el chico – mi papá dice que son animales, que rompen la tierra, que contaminan las aguas. Que se comen a sus madres, a sus esposas, vemos a los hombres y a los niños, nunca  a sus mujeres. ¿Entiende lo que le estoy diciendo?
-No, creo que no te entiendo.
-Sus niños nacen arriba, en los piques. Son hijos de la sombra, del sudor de los hombres, son hijos de la culebra que vive en la montaña.  

Creo que fui preciso, breve, no quería asustarlo tanto como para que se fuera, sólo lo suficiente como para que no se metiera en problemas, el profesor me caía bien, pero hay un límite en lo que puede un hombre intervenir en el destino de otro. Eso me lo enseñó mi papá, y sólo lo entiendo ahora, cuando reproduzco esta escueta misiva.

El profesor no tardó en tener listo todo para su clase, era un normalista, creía en los modelos para construir la vida. Mis compañeros y yo éramos animales del campo, igual él debía de transformarnos en criaturas de bien, ciudadanos de la colmena. Es hermoso pensar en que esas grandes ilusiones, son nada ante el peso de las historias que corren bajo las lluvias de nuestras venas. No, no hay ilusiones que superen al gris del cielo, o el poder de un perdigón bien puesto, esos son los valores de verdad. Vida, muerte, pobreza y riqueza. Son absolutos, en este mundo y el otro. Dios, sólo quiere a sus hijos más felices y los premia con riquezas en la tierra. Mi amado profesor no entendía eso, y nos divertía.

III

De cinco niños, sólo dos sabían leer de corrido, nuestra clase se dividió, los más burros por la tarde, los demás por las mañanas. Los padres, si querían podían unirse a una u otra clase, siempre y cuando no perdieran clases.

1953,  Mil Novecientos Cincuenta y Tres… Nineteen Fifty-Three, el año para siempre. Mil neuf cent cinquante-trois, ¿lo escribí bien? Mi francés es malo. No era un buen alumno, pero amaba las clases, historia sobre todo. Mi hermana era perfecta en todo, siempre puntillosa, silenciosa, como mi madre. En su lugar, quieta, pero con excelencia.

Ya era agosto, el frío se había metido en los hombres, nosotros cruzábamos los charcos medio congelados. Veíamos a los inquilinos caminar a sus trabajos, cada vez más ennegrecidos por el ambiente. Se estaban tiznando de un humor oscuro, algunos decían que no habría buenas cosechas ese años, que las lluvias habían sido escazas, y rancias. Que el agua estaba bajando mala. No tardamos en culpar a los mineros independientes que depredaban los cerros.

A veces sus niños bajaban y se quedaban viéndonos, como espantapájaros. Mi padre los correteaba disparando al aire. Un par de cachorros se aparecieron en la escuela. No hablaron con nadie, solo escucharon la clase como si se tratase del canto de una sirena. Por ellos vino un viejo, no podía ser menor de sesenta. Su ropa era holgada, gris, igual que su barba mal afeitada. Su piel, era de un moreno que nunca había visto antes. Rojizo como la arcilla misma de los cerros.

Se acercó al profesor, su voz era como un suspiro:

-Quiero que e'uque a los críos – dijo lo mejor que pudo.

La clase lo miró, a ver que respondía. Mi padre no iba a aguantar una insolencia del profesorcillo, él sabía que aunque lo queríamos, nuestro amor sincero era sólo para nuestro padre, para el patrón, para el santo que mantenía esta tierra floreciendo.
-Caballero, yo con gusto iré hasta sus cabañas y daré clases los fines de semana a quienes así lo deseen.

Esa era su sentencia, una parte de mi, una que aún no comprendo muy bien, se alegro por esa respuesta, aunque supiese que sólo podía traer dolor.

IV

El profesor cumplió con su palabra,  cada sábado dejaba su habitación tibia y bien arreglada, para partir al monte. Arriba, donde hasta el verde tiene miedo de entrar.

A su regreso, el profesor no contó nada, simplemente siguió con su clase. Uno de nuestros compañeros un día, después de su segunda huida educacional, se atrevió a preguntarle:
-¿Cómo son los niños de la culebra?

El profesor dibujó una amarga sonrisa, y explicó, en el mapa la cantidad de gentes distintas que viven en este mundo, amarillos, negros, todas esas imbecilidades que nosotros ya sabíamos. Nosotros queríamos escuchar de los niños bastardos de serpiente y hombre. Él jamás se pronunció sobre ellos. Infeliz.

Mi padre, que tenía que lidiar con los reclamos de sus inquilinos, invitó al profesor, y algunos prohombres locales, para una cena. A la cual nosotros concurrimos con cierta reticencia.

Se mató a un chivito nuevo, y lo cocinaron en el palo. El humo de la carne quemada subió a encontrarse con las nubes cargadas de una lluvia que parecía estéril y demasiado fría. Mi padre, que jamás dejaba que hablasen por él, comenzó su mensaje:
-Profesor, mañana el Comandante Urmeneta va a hacerles una visita a los pirquineros – dijo – quiero que vaya con él.
-¿Por qué yo señor?
-¿No le gustan tanto? Pues quiero que vean su caracho cuando les pateen el culo, estoy seguro que algo están haciendo con el agua. Huele a podrido, a muerto.

El profesor guardó silencio, quiso decirle cosas de legítima indignación, pero en el fondo de su cobarde corazón, sabía cómo funcionaba el mundo, guardó silencio.

Esa noche el profesor guardó compostura, comió con moderación, y mi padre le llevó a parte. No sé lo que hablaron esos hombres, pero sé que al día siguiente, un sábado, partió con Urmeneta, y otros hombres rumbo al campamento de los pirquineros.

Me llevaron, me dejaron portar un arma, mi padre estaba junto a mí. Puso una mano en mi hombro y dijo que mantendríamos distancia.
Urmeneta ordenó a sus hombres actuar rápido, sacó a los hombres de sus cabañas, o lo que fuesen esas chozas, revisó permisos de explotación, soltó un par de patadas y buscaron a los niños. Ellos estaban en silencio, esperando a sus padres. No, no había mujeres, o niñas. Sólo ellas.
-No traen a sus yeguas al cerro – dijo mi padre – dicen que son de mala suerte.

Las miradas de socorro iban al profesor, que no pudo más que bajar su cobarde mirada, como pidiendo perdón.

Mi padre, que era al menos diez centímetros más alto que él, se puso a su lado y lo dijo fuerte, claro:
-Esto es su culpa.

El profesor había tenido bastante, y marchó donde los pirquineros, levantó a uno de ellos, Urmeneta le ordenó detenerse.

Mi padre, miró al oficial, y este sacó un Luger, yo sabía que no era su arma de servicio, pero muchos amigos de mi papá las habían recibido hace unos años. Fue un disparo seco, no como los tiros de escopeta, o los de revolver. No parecía ni siquiera haber hecho mucho ruido. Mi profesor estaba en el suelo, no muerto aún, mi padre se acercó a él y repitió:
-Es tu culpa.
Y esta vez sí hubo furia, era su escopeta. No había más testigos que los mismos pirquineros, que sabían mantener su silencio ahí donde corresponde. Era el fin de la historia, al menos eso creí, pero si fuese así, usted no estaría aquí.

V

Candia me llevó  a casa,  y me explicó  que así eran las cosas, que mi papá era un hombre bueno, que velaba por todos nosotros. Yo no sé si él creía eso, o era un discurso aprendido. Sólo sé que me reuní con mi hermana, la abracé, y ella simplemente se quedó ahí, como la silente criatura que era.

Dormimos los dos en mi cuarto, esperando que el sueño corrigiera lo que el día había echado a perder.

La canción vino desde abajo, desde el suelo mismo, al principio pensé que era sólo el viento. De cierta forma lo era, pero seguía un patrón claro. Los rostros que se dibujaron en nuestras ventanas. Eran los niños, los hijos de la culebra, habían bajado. Con ellos sus adultos. Tenían los ojos raros, manchados de amarillo. O quizás es mi sueño, era un niño, podrá comprender.

Escuché mi puerta abrirse, era el viejo de la piel rojiza, sus callosas manos me separaron de mi hermana. Ella gritaba, lloraba, pedía por mi padre, pero él no respondía. Los niños contemplaron por la ventana. No sonrieron.

Seguí al viejo, solté golpes tan fuertes, que aún duelen en mis brazos. El viejo sólo me miro y con lástima dijo:
-Ella quieres su sangre para perdonar…

Sentí mis pies volverse de hielo, incapaces de seguirlo.

Los niños rosaron mis brazos al pasar por mi lado, uno de ellos se volvió a mí, pero no soltó una expresión que yo pudiese reconocer. Sólo esos ojos, que eran como los de un animal, un reptil, pero entienda, que estos son los recuerdos de un niño asustado.

Urmeneta encontró a mi padre cerca de la noria, desnudo y al borde de la hipotermia. Lo cubrió y lo llevó a la ciudad, no regresó a la casa en meses, sólo Candia y yo nos quedamos ahí, manteniendo viva su obra. Lo que hice a partir de ese día se pude resumir en una palabra: esperar. Sobre mi hermana, nada, esa es la mejor palabra para definirlo.

Nadie encontró a los mineros, o a sus hijos, o a su campamento, ya no estaban ahí. Sus piques estaban vacíos, otros llegaron a explotarlos, pero dijeron que estaban secos. Los supersticiosos dijeron que la culebra seguía ahí, que estaba tranquila con la sangre de la niña. Que se había encariñado con el profesor y nosotros se lo habíamos quitado.

Que mierda, claro que no creo eso, usted tampoco. Me quedé sin hermana. Mi padre no fue el mismo, hombres más débiles, sucios, de espíritu delgado, se treparon por su espalda, robando su fuerza.

Los tiempos cambiaron, pero hay cosas que siguen iguales, mi querido amigo, le suplico ahora, que se lleve su historia, es toda suya. Ponga su mezquino nombre en ella, y olvide que estuvo en mi oficina, o que alguna vez me habló.
Un pequeño cuento, pariente del anterior, con serpientes escondidas por ahí.
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serolero's avatar
me gusto, como dicen muchos de los comentarios.